Capítulo 23 de Caballos de la Frontera: El leproso de Alcolea
Empujamos la puerta de lo que parecía un mesón. Había solo dos hilitos de luz que entraban por un par de ventanucos. Un grupo de hombres se sentaba al fondo resguardado por la penumbra. Dejaron de hablar al entrar nosotros. Al momento un hombrecito que no llegaba a mi cintura vino hacia nosotros dando unos extraños brincos sobre dos tacos de madera con dos tirantes de piel bajo los que metía las manos y utilizaba a modo de mínimas muletas. Parecía un saco que rebotase en el suelo. Entonces lo vi lleno de espanto: no tenía piernas y se apoyaba en el suelo sobre una morcilla de carne que parecía un culo aplastado por delante igual que por detrás.
–¡Dios Misericordioso se apiade de vosotros y de mí, nos ilumine con su luz celestial y os dé el don de la misericordia y la compasión para que socorráis a este pobre desgraciado! –chillaba con una voz estridente.
Pero si horroroso era su cuerpo talado sin recato mucho más insoportable era la visión de su cara, llena de bultos y tumoraciones que no dejaban casi percibir dónde quedaban la nariz y los ojos.
–¡Alto ahí leproso o te tajo en dos! –le gritó Nuño con la espada en la mano.
–¡No es lepra, señor, me parió así la puta de mi madre! –dijo el medio hombre.
–¡Entonces es peor; eres una maldición del diablo! ¡Te juro que si das un brinco más te abro en canal como un cerdo! –siguió gritándole Nuño.
–¡Loado sea Dios, quieto me estoy, baje esa espada! ¿No se apiadará usted de mí y me dará alguna moneda, buen caballero?
–La dejaré en la mesa después de beberme un trago. Pero quiero ver ahora mismo cómo te vuelves al rincón y escondes esa suerte de casquería que llevas por cuerpo –dijo Nuño amenazándole de nuevo con la espada.
–Lo que ordene el señor –dijo el otro volviendo con sus brincos al rincón. –El Dios Todopoderoso le bendiga y le prodigue sus dones!
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Yo me había quedado tan absorto que no me di cuenta de que se sentaban en una mesa. Nuño me dio un manotazo en el trasero que casi me tira de boca, pero yo comprendí que me recordaba mi tarea. Me crucé con un hombre que traía una jarra de vino y unos vasos mientras iba hacia el fondo sin poder saber si tenía pánico de ver otra vez al pequeño monstruo o si eran las imperiosas ganas de verle otra vez lo que me causaba las palpitaciones. No sabía a qué hombre pedir el pienso para los caballos porque no distinguía quién era el mesonero y quienes los clientes, pero sobre todo porque mi cabeza y mis ojos solo seguían pendientes de las evoluciones de aquel ser que parecía salido del infierno. Entonces fue cuando se abrió de golpe la puerta y entró tambaleante el soldado que se había quedado con los caballos. Se acercó a Nuño y cayó de rodillas ante él.
–¡A por los caballos, rápido! –gritó Nuño.
Yo regresé corriendo junto a Nuño a la vez que Celaya y el otro se lanzaban a la calle. El que había cuidado los caballos cayó encogido al suelo sangrando con abundancia. Tenía una flecha de ballesta en el costado.
–Han salido dos a caballo… –dijo con dificultad. –No he podido detenerles…
–Nos han reconocido. Busca a alguien que le cure, muchacho –me dijo Nuño.
Y sin más explicaciones salió del mesón dejándome a solas con el herido. ¿Buscar a quien le cure? ¿Dónde, si yo no conozco este maldito sitio? Instintivamente, como queriendo escapar de la situación en que me dejaba, salí tras él hasta la puerta y vi que montaba y arrancaba con los otros dos al galope. Volví con el herido y ya estaban cerca de él también el pequeño monstruo saltamontes y otro hombre delgado y cojo. Me dio tiempo a pensar que seguramente mientras hablaba Nuño con el contrahecho alguien le reconoció y salió del fondo del local sin que nos diéramos cuenta. A lo mejor hasta el propio saco repugnante con brazos era uno de los espías.
–¿Quién le puede curar la herida? –pregunté temeroso.
–Nadie –dijo el contrahecho mientras le rebuscaba al pobre herido la bolsa en el suelo.
El hombre aún tuvo fuerzas para quitárselo de encima de un empujón. El medio hombre rodó como una pelota, pero se apoyó en sus gruesos brazos, dio una voltereta y se colocó otra vez dónde estaba. El cojo, calvo y con una larga nariz moqueante echaba vino sobre la herida y parecía que le daba gusto ver al soldado retorcerse del dolor.
–¿No quieres que te salvemos, cojones? –dijo el monstruo y le metió de nuevo sus grandes pero cortas manos entre la ropa.
–¿Dónde le pueden curar? –supliqué de nuevo.
–En el convento –me contestó el de cuatro pelos.
–¿Y dónde queda?
–Varias leguas camino abajo, no vale la pena.
–¿Me ayuda usted a subirle al caballo? –le dije.
El hombre miró las monedas que el medio hombre con cara de mora había encontrado, las olió de lejos con un respingo y le debió parecer pago suficiente. Accedió con un gesto. El herido gemía y me miraba suplicante. Se daba cuenta de que yo era su única esperanza. Salí y regresé enseguida con Boldano. Pero fue tiempo más que suficiente para que le quitasen la espada y las botas.
–En el Reino de Dios no se necesitan las armas –dijo el pelele.
Costó subirle al caballo. El hombre, de todas formas, parecía un poco recuperado; yo creo que tanto por vislumbrar la esperanza de curarse como por perder de vista a aquellas dos sanguijuelas.
–Ve con Dios, nosotros cuidaremos de su dinero para que le digan unas misas como manda el Evangelio –dijo con sorna el monstruo a quien le vi por primera vez sus ojillos brillantes y crueles apostados tras un cenagal de bultos y moraduras.
–Baja por ese camino ancho y a dos leguas coge otro más estrecho que sale a la izquierda –me indicó el otro metiéndome su húmeda nariz en la cara.
Yo había visto que mi bolsa de borrego seguía atada a la silla, pero advirtiendo que el narizotas sin pelo quería apropiarse de ella me interpuse en su camino con rapidez y giré a Boldano bruscamente para que le tirara al suelo con un golpe de sus ancas aprovechando para montar…
–¡Arre! –dije con ganas de salir lo antes posible de aquel zoológico.
El herido lanzó un quejido y Boldano entendió que tenía que ir más despacio. Pero al poco me encontré solo en un camino silencioso y comprendí que lo difícil empezaba en ese momento. ¿Dónde iba yo solo, con miedo, con frío, a un sitio que no conocía y con un hombre que no se sujetaba en el caballo? Si no se caía era porque encogido sobre su estómago se apoyaba en mi espalda y se aferraba a mi cintura con sus dos brazos sabiendo que le iba la vida en ello.