Un violín en el ferry
Cayendo una soleada tarde de verano, hace muchos años, conocí en el Ferry que va desde el sur de Manhattan a State Island a una mujer de raza esquimal con la cara más dulce que nunca he visto. Me quedé totalmente prendado de ella. Yo regresaba para la cena con mis compañeros de piso todos los días a la misma hora. Y a ella le gustaba, como a mí, sentarse en los bancos de cubierta de la zona de popa mirando cómo se alejaban de nosotros los rascacielos y el mar se iba interponiendo entre ellos y nosotros. Era una visión fascinante que no decaía viéndola una y otra vez. Porque cada día era algo diferente y porque según se alejaba de nosotros ese bosque de torres de hormigón parecía más ligero y mágico. Para mi gozo la veía casi todos los días contemplando la mítica ciudad con la misma pasión que yo.. Llevaba siempre colgado a la espalda un estuche largo negro. Imaginaba que era un instrumento musical. “Seguramente un violín. O un saxo”. Y me la imaginaba tocando con delicadeza esos instrumentos mientras la observaba tratando de no perderme ninguno de los gestos de su cara o sus manos. Aunque la curiosidad también se extendía a los recovecos de un cuerpo de piel blanquísima. Por fin de decidí a hablar con ella:
-¿Qué instrumento tocas? -dije en un mal inglés.
Ella se rió de una manera preciosa. Al reír se le notaba más el rasgado de sus vivos ojos.
-¿Quizás un violín? ¿Me lo puedes enseñar?
-No es un instrumento musical -seguía sonriendo.
Me encantó que no mostrara ninguna extrañeza o desconfianza hacia mí. Todo lo contrario. Le gustaba mi presencia. Además, su voz era tan dulce como su rostro.
-¿Seguro, No me engañas?
Volvió a sonreír de forma encantadora. Se quitó el estuche de la espalda, lo puso sobre el banco, entre los dos, y lo abrió tras pulsar despacio, y sin abandonar la sonrisa de su rostro, las dos pequeñas cerraduras. La sorpresa fue mayúscula. !Era una colección de cuchillos! Desde los típicos de carnicero de quince centímetros de ancho y los delgados y finos japoneses hasta uno tan grande casi como un machete. Se divertía con mi sorpresa. Me explicó que trabajaba en la carnicería del restaurante de la ONU. Llevaba allí casi tres años.
-¿Y cómo fue lo de especializarte en cortar carne?
-De pequeña mi abuela me enseñó a despellejar osos y cortar su carne en finas tiras…
-¿Osos polares?
-Claro, allí no hay otros -sonrió de forma tan bella que en ese mismo instante la habría besado.
-¿Echas de menos Alaska?
-En verano, sí. En invierno pasaba mucho miedo con las tormentas y los osos merodeando alrededor del poblado.
-¿Tienes ganas de volver?
-No lo sé… Ahora no es como de pequeña. Hay demasiados invasores con dólares…
Pasamos en ese momento cerca de la Estatua de la Libertad. Nos quedamos un momento observando la majestuosidad de la figura con el sol empezando a caer. El rumor del agua pareció crecer para silenciar cualquier otro ruido. Volvimos las cabezas y nos cruzamos las miradas. Casi tuve que atarme las manos para no abalanzarme sobre aquel dulce rostro esquimal y llenarlo de
besos.
Tras dos días más de agradable charla durante la media hora de la travesía, con alguna divertida confusión por mi mal inglés, le dije que por qué no me enseñaba su casa… Volvió a sonreír de manera preciosa.
-¿Te atreverías con mis cuchillos?
-Me portaría bien para que no tuvieras la tentación de pensar en ellos -le dije de manera insinuante.
-Vivo con alguien -dijo mostrándome unos ojos apenados.
Me pregunté qué significaba exactamente ese gesto.
-Te mataría si te viese. Es un animal…
Y de golpe su rostro se llenó, de tristeza.
-Qué lástima -seguí yo con coquetería.
Ella sonrío una vez más.
-Cuando me deshaga de él te prometo que te invito.
Ese día nos despedimos tras poner pie a tierra con un largo beso lleno de esperanzas e ilusiones. Me quedé en el muelle observándola alejarse con su estuche en la espalda. Su andar era tan ligero que parecía deslizarse por el hielo de su tierra. Antes de doblar la esquina volvió su cabeza y me encontró. Ese cruce de miradas en la distancia nos llenó de un gozo infinito a los dos. Había quedado el aire impregnado del ansia por reencontrarnos.
Unos días después salió en los periódicos que un hombre en State Island había sido asesinado a cuchilladas. Se sospechaba de su pareja, que había desaparecido, decían… No quise leer la letra pequeña del periódico. Solo la esperé y la esperé en el Ferry durante muchos días. Iba y venía inquieto desde el pico de la proa, donde miraba el salpicar del agua, hasta el banco de popa en el que nos sentábamos. Pero mi dulce chica de rostro de nácar ya nunca volvió a sentarse a mi lado. La veo a menudo enfundada en pieles en medio de una llanura de hielo volviendo su rostro sonriente igual que después del último viaje en el ferry.