Capítulo 11 de Llorando Arena: El Aaiún
Antonio y Guillermo Barrios eran tío y sobrino, de la misma edad e inseparables. Respecto a la cara se parecían solo en los ojos, pardos y animosos, y la nariz un poco afilada. Pero en cuanto a la altura y el físico, atlético y fibroso, eran exactos. Antonio, el tío, era el sensato de la pareja y ejercía realmente como de familiar responsable de un sobrino travieso. Guillermo, el sobrino, era divertido, superactivo e irreflexivo. Si no hubiese sido por el freno de su tío habría pasado la mitad de los días en el calabozo. Los conocía de vista, pero trabé una buena amistad con ellos a raíz de su acercamiento tras el episodio que me valió el mote de “Matatenientes”. Guille, que era como le llamábamos, me tomó un afecto inmediato e inquebrantable desde el primer momento, con la entrega total que ponía en todo lo que despertaba su interés. Era tal devoción la que enseguida me tuvo que casi me daba pudor. Pero, aunque a veces imprevisible, se mostraba tan noble que era imposible no tomarle también afecto. Y me convertí, de hecho, en su protector junto a su tío Antonio, que no era capaz casi de sujetar, él solo, a su impetuoso sobrino. A partir de hacernos amigos y pasar en el campamento muchos ratos juntos íbamos también siempre los tres juntos a El Aaiún los fines de semana. Les encantaba ver conmigo radiocasetes y cámaras de foto y que les explicase las características y la función de cada botón.
–Este Rafa sabe de todo –le gustaba decir a Guille, aunque eran cosas bien simples las que les explicaba.
Fue un día que estaba con ellos viendo en un local del extremo del zoco nuevo chilabas y turbantes árabes que querían comprar para enviar de regalo a sus familias cuando vi por primera vez esos dos enormes ojos negros de Aziza brillando como ascuas en la puerta que daba acceso a la trastienda. Se cruzaron nuestras miradas un par de veces seguidas y los dos quedamos turbados. Ella no se tapaba la cara, el pañuelo solo le cubría la cabeza. Se metió enseguida dentro de la tienda, tenía miedo a que la hubieran visto mirarme. No creo que se diesen cuenta los dos hombres árabes que estaban en la tienda, pero no se le pasó por alto a Guille, que me dijo:
–Le has gustado a esa morita de ojos grandes.
Ya en el exterior me preguntó:
–¿Y es verdad eso que dicen que si te tiras a una mora se coloca una cuchilla en el coño para partirte en dos la polla?
–Vaya tontería. Lo deben decir los militares para que no intentemos ligar con ninguna. Porque quien sí te puede rebanar el pescuezo si lo intentas son el padre o los hermanos.
–¿Y sabes si aquí hay alguna casa de putas?
–¿Dónde no la hay? Pero yo no sé dónde está o están, porque seguro que hay más de una.